ECOLOGÍA RIZOMÁTICA HOY
28.01.2020
Dr. Pedro Joaquín Gutiérrez-Yurrita
Año tras año, al término de nuestra temporada de ausencia de lluvia y comienzo del calor abrasador, se viraliza en medios de comunicación y redes sociales la profusión de incendios forestales (enero a junio en el noreste, centro y sur de México; y de mayo a septiembre en el noroeste). Lo mismo ocurre en los confines del mundo; así en su tórrido verano, Australia sufre del mismo mal (diciembre a febrero) y justo ahora se han hecho virales las imágenes de una Australia en llamas con gente aterrada viviendo en la playa, de cara al fuego y espaldas al mar, por si hay que huir en barca o resguardarse de las llamas y del sofocante calor dentro del mar.
Pero, ¿cuándo nos preguntamos qué es el fuego?, ¿sólo cuando estamos charlando plácidamente en la naturaleza al calor de la hoguera o al estar en casa junto a la fogata que arde en la chimenea?
El fuego es un elemento de la naturaleza tan importante para el funcionamiento ecológico como el viento, el agua o el suelo, no obstante, su baja periodicidad natural. Un incendio forestal ocurre cuando el fuego se propaga de manera libre por el bosque, sin haber sido programado. Los incendios forestales son beneficiosos para los ecosistemas, puesto que son uno de sus elementos reguladores, debido a que favorecen la sucesión ecológica, regeneración de suelos, germinación de algunas plantas y creación de parches ecológicos; sin embargo, actualmente, sólo 1 % de los incendios forestales son debidos a causas naturales, al menos en México.
Tres factores naturales hacen que prenda el fuego a manera de incendio: acumulación de biomasa en el suelo (hojarasca), altas temperaturas (sequía estacional) y escasa humedad relativa (agua o vapor de agua en el ambiente). La ecología del fuego tiene como una de sus metas determinar el régimen de los incendios:
1. Tipificar el incendio: subterráneo, dado que sólo se ve poco humo salir del suelo; superficial, cuando a ras del suelo arden hierbas y arbustos; y arbóreo o aéreo, al arder la copa de los árboles.
2. Cuantificar la frecuencia de los grandes incendios.
3. Conocer cómo se comporta el fuego midiendo su velocidad de propagación e intensidad.
4. Determinar las épocas de mayor aparición de incendios.
5. Establecer su regularidad e irregularidades al ser afectados por impactos humanos, ya sea para evitarlos o para propiciarlos.
La Comisión Nacional Forestal señala que cerca de 99 % de los incendios en México son de origen humano, intencionales o accidentales. Entre los intencionales destacan los provocados por torpeza, mala intención, juego o lo que sea (30 %); para actividades agrícolas (22 %) y por hacer fogatas (11 %). Esto significa que, de los 7393 incendios registrados en 2019, menos de 10 tuvieron un origen sin intervención humana aparente.
Aunque el número de incendios forestales en 2019 fue superior al de 2018 en 430 incendios, el área devastada por cada incendio superó, en promedio, la superficie quemada en cada incendio comparando los mismos años. Esto significa que si un incendio en 2018 devastaba 70 ha, un incendio en 2019 devastaba 84 ha; cifra alarmante, ya que la intensidad de los incendios en el último año fue la más alta de la década 2010-2019, alterando 621 267 ha.
Aunado a esta enorme cantidad de suelo forestal perdido, está el tiempo de prevalencia del incendio con el consecuente calor y humo generados. El primero incrementa la temperatura local alterando el ritmo hidrometeorológico, mientras que el segundo tiene efectos más complejos, dada su composición fisicoquímica. El humo es producto de una combustión inacabada, se compone por partículas sólidas de 0.005 mm a 0.01 mm (aproximadamente 10 %), monóxido de carbono (CO en 13 %) y, varios gases derivados del azufre y del nitrógeno, entre otros compuestos que se liberan a la atmósfera. Todo esto, el calor y la composición del humo pueden contribuir sustancialmente al cambio climático local.
El cambio climático producido por el incendio forestal se incrementa, además, por la duración de un incendio y la pérdida de cobertura vegetal. Durante 2019, 259 incendios duraron siete o más días continuos y aunque no todos fueron de calidad severa (incendio total de la copa de los árboles), sino moderados (afectación entre 21 % y 50% de la copa del árbol), la perturbación ecológica que provocaron tuvieron un tiempo de recuperación superior a 10 y cinco años, respectivamente.
Por otro lado, un incendio forestal también arrastra consecuencias económicas, tanto para las comunidades locales como para la nación. Esto sin contar las posibles pérdidas de vidas humanas, que a todas luces son incalculables. El número de días-hombre aplicados en el combate de los incendios nacionales asciende a 339 194. En verdad, pensar en el gasto que debemos hacer para combatir un incendio forestal, resarcir el tejido social afectado por pérdida de vidas humanas, lesiones y quemaduras de las personas, así como de flora y fauna silvestre, junto con lo que se pierde en bienes materiales particulares y bienes de la nación (bosque de áreas naturales o de zona forestal federal), es inconmensurable. Por ejemplo, el INEGI (2018) precisó que el costo, únicamente por agotamiento forestal durante 2017, fue de cerca de 0.3 % del PIB; en palabras mundanas, perdimos la friolera cantidad de $62,653 millones de pesos por pérdida de masa forestal.
Un incendio forestal es necesario cuando proviene de fuentes naturales, su frecuencia es baja, tal y como las inundaciones de muchos de los ríos nacionales. Casi siempre están secos muchos cauces de ríos en las profundas gargantas geológicas de nuestras sierras, pero no por eso ha dejado de existir la inundación poco frecuente. Pues lo mismo pasa con los incendios. Como la humanidad tiene poca memoria de estas catástrofes naturales, solemos invadir los predios de inundación ocasional y de acumulación de biomasa forestal, así que al llegar la gran tormenta o la gran sequía, se inunda el área y prende el fuego vertiginosamente, provocando el beneficio ecológico de la evolución natural de los ecosistemas, pero a su vez, el perjuicio social.
Los paisajes actuales son producto de millones de años de evolución biológica y sucesión ecológica; y cientos de años de intervenciones humanas. Aprender a vivir con el riesgo de estas catástrofes naturales es lo adecuado, pero más correcto es tomar juiciosas medidas de prevención del riesgo de desastre. Tomar la vida en serio -la silvestre y la nuestra-, hará que tengamos paisajes mejores.