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Sobre mi concepción de lo artístico  

M. Carlos-Blas Galindo 

Portadas correspondientes a los números 10 y 11 de 1974 de la Revista de la Universidad de México

Con la finalidad de propiciar la reflexión sobre lo artístico, tanto entre los públicos especializados como entre los mayoritarios, convendría que quienes nos dedicamos a pensar acerca de las artes hiciéramos pública la noción con la que contamos acerca de nuestro gran tema de estudio. Para mí, el arte es toda aquella transmisión voluntaria de ideas que, mediante cualquier canal de comunicación, realiza un profesional denominado artista, si y solo si el resultado de su labor implica un impulso al desarrollo de la cultura artística.

Esto lo he afirmado en numerosas oportunidades, sobre todo en mis conferencias o en mis participaciones en mesas de debate. Lo que por primera vez hago es referirme a la genealogía de esta idea, la cual no se generó en mi pensamiento de manera espontánea. La primera parte de mi definición -la que antecede al segmento condicionante- la he retomado de mis apuntes como alumno que fui, en la segunda mitad de la década de los 70 del siglo XX, de Armando Torres-Michúa Ruiz (1944-1999), quien fue uno de mis profesores de la asignatura Teoría del Arte en la entonces Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, hoy Facultad de Artes y Diseño. Torres-Michúa publicaba semanalmente reseñas críticas en el suplemento El Gallo Ilustrado del periódico El Día. Asimismo, fue colaborador de la Revista de la Universidad de México, donde fue incluido en dos partes (en los números de junio y julio de 1974) su célebre texto El arte, a 100 años del Impresionismo, y fue el director fundador de la Revista de la Escuela Nacional de Artes Plásticas.

Torres-Michúa no publicó libro alguno sobre teoría del arte, por lo que lo he citado y continúo haciéndolo con base en mis apuntes de clase. A él le debo no únicamente parte de la concepción que tengo de lo artístico, sino mi interés por caracterizar los movimientos, tendencias y corrientes de las artes en la actualidad (interés que suscitó en mí El arte, a 100 años del Impresionismo), que es de lo que me ocupo como profesor-investigador en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) del INBA.

Durante el tiempo en el que fui su alumno, Torres-Michúa me invitó a acompañarlo en sus visitas a los talleres de artistas y estudiantes de arte, que le solicitaban textos que pretendían incluir en catálogos de exposiciones que preparaban; invitación que acepté sorprendido y gustoso. En las primeras ocasiones en que lo acompañé, me solicitó mi parecer sobre las obras que recién habíamos visto mientras conducía su Volkswagen de regreso hacia el edificio donde vivía en la calle San Francisco de la colonia Del Valle, en la Ciudad de México. Pero, posteriormente, me pidió que externara mi opinión en presencia de la persona a quien estábamos visitando. En varios de sus muy frecuentes viajes a Nueva York se ocupó de adquirir, para mí, algunos libros y catálogos que le solicité. Y cuando cursaba mis estudios en la entonces División de Estudios Superiores de la ENAP, Torres-Michúa me propuso que fungiera como uno de los dos representantes alumnos del consejo directivo de las galerías de la ENAP, cargo que ocupé de 1977 a 1979.

Una vez que dejé de acudir a la ENAP, nuestros encuentros fueron esporádicos; entre tanto, yo leía con avidez los escritos que él publicaba en la Revista de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, que dirigía. En 1990 fui designado profesor en la División de Estudios de Posgrado de la ENAP (división que, al igual que la revista, funcionaba en el plantel del centro histórico de la Ciudad de México de esa escuela) y, ya en nuestra relación como colegas, me invitó a publicar en la revista que tiempo atrás había fundado. En el número doble 15-16, fechado en 1993, incluyó la metodología que para entonces ya había yo desarrollado para ejercer la crítica de arte. En 1998 ingresé al Cenidiap, donde él era investigador. Fue debido a tal circunstancia que nuestra condición de colegas se reforzó, aun cuando ésta duró poco tiempo pues Armando Torres-Michúa falleció al año siguiente.

Su definición de lo artístico resulta muy acertada, pues reconoce que lo que caracteriza a las artes es su función de transmitir ideas. En la época en la que fui alumno suyo se extendieron en nuestro país las teorías de la comunicación y no pocas vertientes semióticas, debido a lo cual era usual que se pensara en lo artístico como en un proceso de comunicación. Sin duda fue de tal corpus de donde Torres-Michúa retomó el aspecto de la transmisión, que no da por sentada la recepción, pues al señalar solamente la fase de emisión reconoce de manera implícita la diversidad de públicos. Asimismo, es del todo atinado el énfasis que él mismo hace en la volición, pues con esto excluye de la esfera cultural resultados fortuitos o los elaborados por seres no humanos, por ejemplo.

Y no es menos certera su afirmación relativa a que el arte, en tanto que actividad humana especializada, supone el empleo del raciocinio, debido a lo cual podría involucrar la intención de transmitir emociones, una vez que éstas han sido conceptualizadas como sentimientos en el plano de las ideas. Torres-Michúa siempre reconoció haber partido de los planteamientos de Susanne Langer respecto a la transmisión de ideas en el arte. La mención relativa a que cualquier canal de comunicación es elegible con propósitos artísticos la incluí en el que ahora es mi concepto de arte para enfatizar que lo artístico no depende del empleo de ciertos soportes o procedimientos, sino del cumplimiento cabal de aquello que está enunciado en la definición misma.

El necesario énfasis en lo volitivo, que yo comparto, lo subrayó Torres-Michúa en su afirmación respecto a que el arte únicamente puede existir cuando es realizado por personas a las que quepa considerar como profesionales de las artes; personas que a la vez se asuman ellas mismas como artistas profesionales. En este punto coincidió Juan Acha Valdivieso (1916-1995), quien fuera mi mentor en el ámbito de la teoría del arte desde que fui alumno suyo, también en la ENAP. Afirmaba Acha: «Los locos realizan muchas cosas nuevas, originales, pero que no tienen ninguna importancia [cultural], y lo mismo pasa con los niños; eso que hacen los niños no es creación en ningún caso, sino que es un simple uso idiomático del dibujar y del colorear que el público adulto, porque es su prerrogativa, llama estético y bello».1

Precisamente de Acha proviene la última parte de la noción con la que cuento acerca de lo artístico. Tengo para mí que el arte, para serlo, ha de significar un impulso al desarrollo de la cultura artística, toda vez que para Acha: «Una creación es auténtica solamente cuando es de utilidad para la sociedad, para la cultura, no cuando es una novedad».2 Esto es: la función social de los artistas verdaderos -y la de todas las personas que estamos vinculadas con la cultura artística- es la de impactar positivamente en su ámbito específico de acción. Impulsar su desarrollo. Jamás intentar ralentizarlo. Tampoco frenarlo. Ni, menos todavía, pretender (ociosamente) revertirlo.

 

 

1Así lo afirmó en la entrevista que me concedió, misma que publiqué en el número 97 (correspondiente a los meses de septiembre y octubre de 1990) de la revista Casa del Tiempo, editada por la Universidad Autónoma Metropolitana.

2 Esta afirmación suya también la retomo de aquella entrevista.

            Los nacionalismos en nuestras artes. -M. en A. Carlos-Blas Galindo

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