03.09.2022

Un oasis en el desierto digital: la experiencia de un museo de historia natural  

Dr. Adolfo Pacheco Castro

Fotografía: Jorge Alcántara

¿Qué quieren ser cuándo sean grandes? -Preguntó la maestra a los niños pequeños en el salón de clases, mientras juntaba las manos en un aplauso y múltiples manitas se levantaban presurosas para contestar. Algunos dieron sus respuestas respetando el orden impuesto, pero otros -los impacientes-, al notar que les ganarían la respuesta, comenzaron a interrumpir al unísono: «astronauta, doctor, veterinaria, cantante, futbolista, maestra, ¡paleontóloga! Yo también paleontólogo, de dinosaurios. Yo de mamuts. Mi papá encontró una vez un hueso en el cerro. Yo fui a un museo…» Muy bien niños -replicó la maestra con voz grave y amable-, ahora que ya son grandes y comienzan a leer y escribir, deberán realizar una búsqueda sobre las profesiones y explicar por qué les gustaría dedicarse a eso.

 

Resulta increíble percatarse que esta dinámica de preguntas y respuestas con los infantes de primaria ha cambiado radicalmente en la última década. Hoy en día, difícilmente encontraremos que las profesiones más taquilleras sean ocupadas por astronautas, veterinarios o paleontólogos. En su lugar, las profesiones más socorridas parecen estar relacionadas con el mundo digital. Hoy los niños quieren convertirse en youtubers, influencers o gamers.

 

El Internet y el uso de las redes sociales han establecido el nuevo orden de interacción social. Los niños han seguido el ejemplo de los adultos y se han adaptado rápidamente a este nuevo mundo, dirigiendo toda su creatividad al buscador de Google o de Youtube. Estos pequeñines, al menos en las grandes urbes, pasan gran parte de su tiempo enchufados a las tablets, vertiendo su energía y curiosidad en estas máquinas. Poco a poco dejan de ser científicos en potencia, experimentadores natos, para ser sólo receptores perezosos de contenido virtual.

 

Pareciera que el mundo se queda sin la curiosidad de las niñas y los niños. Los parques hoy en día están más desiertos que antes y resulta un hecho extraño ver a un grupo de infantes meciéndose en los columpios. Esto bien podría deberse a la inseguridad que impera en nuestro país, pero incluso en casa, los niños ya ni siquiera juegan con sus propios juguetes hechizos, sino que observan en el mundo virtual a otros niños jugar por ellos.

 

Pero, ¿qué trascendencia puede haber en que un puñado de escolares migren sus intereses de las estrellas, los osos y los huesos a los celulares, las tablets o el Minecraft? ¿Serán estos deseos infantiles tan efímeros como su capacidad de quedarse quietos luego de sonar la campana del recreo? O estos intereses en los niños son las primeras chispas «brincolinas» que incendiarán su corazón al buscar una profesión que los haga felices cuando sean adultos.

 

¿Pueden imaginar un mundo dónde todas las profesiones que se profesen sean las de youtubers o influencers? ¿Podríamos confiarles a estos profesionales el manejar un avión, construir una casa o realizar una operación a corazón abierto? Quizás la respuesta es obvia, pero aun conociendo sus limitadas capacidades intelectuales, les permitimos actualmente «educar» a nuestros hijos, día y noche, generalmente sin un acompañamiento ni una supervisión adecuada.

 

Desgraciadamente, en la actualidad la medida más importante de libertad se mide por tu conexión estable al Internet. Esta generación de jóvenes y adultos ha transmutado su noción de comunidad, dejando de lado las reuniones diarias con amigos, los paseos sabatinos y las cenas compartidas en familia. Hoy en día, todos somos una proyección fragmentada en nuestro carrete de imágenes del Instagram, nos sentimos inseguros por cómo nos vemos y nuestra estabilidad emocional depende del número de likes tras una publicación.

 

Hemos perdido nuestra individualidad y nos hemos convertido en un súper-organismo; una masa ameboide de patrones llamativos que buscan la aprobación constante de los demás integrantes, aunque estos sean unos completos desconocidos. Nos alimentamos de la tendencia, guiados por efímeros líderes que deslumbran el camino, influencers que van cargando banderas de memes y entonan ridículos cantos en Tik Tok.

 

Nuestros órganos se simplifican manteniendo sólo las piezas que son capaces de procesar cualquier alimento digital. Avanzamos caóticamente en todas direcciones, tropezando con los problemas reales de la vida. Consumimos enormes cantidades de energía para mantenernos lindos en una selfie, pero destruimos la belleza de nuestro mundo, esa que tardó miles de millones de años en establecerse. Y cuando algunas mentes se percatan del peligro inminente, pierden rápidamente el número de vistas, son exiliadas y olvidadas por la sociedad. Aquí son cada vez menos necesarios los ojos de la trascendencia; miradas de astronautas, maestros o paleontólogos, no tienen cabida.

 

Si algo nos ha enseñado la historia de la vida en la Tierra es que todo cambia, nada permanece y no es posible predecir el futuro. Por más cerca que estemos de la extinción, nada está escrito. Aún estamos a tiempo de abrazar nuestro pasado, un legado que sobrevivió a un sinfín de peligros y cuyo potencial emergió siempre en los momentos más críticos.

 

Quizás muchas respuestas se encuentran en caminos que ya hemos recorrido, sólo tenemos que caminar descalzos sobre la arena húmeda iluminada por una atardecer en la playa. Quizás debemos regresar a oler las flores que crecen a nuestro alrededor, caminar sin prisa bajo la lluvia, marchar sobre los charcos de agua, ocuparnos de los pequeños insectos que deambulan presurosos bajo nuestros pies... Luchar porque las niñas y los niños sean espontáneos y libres, sin miedo alguno.

 

¡Qué inútil es nuestra existencia si no podemos recuperar nuestros ríos, beber de su agua limpia y cristalina! ¡Qué precaria es nuestra vida si no sabemos refugiarnos a descansar en los pocos oasis que tenemos en medio del desierto de asfalto: bibliotecas, parques, teatros y museos! ¡Qué desafortunado es que las familias no asistan a estos oasis en la ciudad y que no regresen con esas experiencias a casa!

 

El mundo digital es un escenario fascinante, no cabe duda. En los muros de Facebook o Twitter se exhiben las abundantes creaciones humanas en un collage nutrido por todo el orbe: modas y estilos de vida resultan dramáticos, reflexivos e irrisorios; pero tengo la impresión de que no hay nada más emocionante y profundo como aquellas historias que pueden develarse dentro de un museo de historia natural.

 

En estos museos se exhibe la grandiosa creatividad de la vida, fragmentos de historias inefables que van más allá de nuestra comprensión. Las conchas y huesos fosilizados que descansan en los grandes salones son evidencia tangible de los caminos insospechados que recorrió la vida a través de grandes periodos, escurriéndose por generaciones en cada rincón de nuestro mundo, tejiendo una red de interacciones pulsantes ávida por los rayos del Sol.

 

En los enormes pabellones de estos museos, es común perderse para luego encontrarse. En un instante te verás ahí, agazapado, en una sala de taxidermia, mirando a una manada de elefantes mientras beben agua de un abrevadero. O quizás seas capturado por el brillo de una gema preciosa, cuyo sistema cristalino refleja tu rostro mientras resguarda el choque de las montañas. O podrás volar como una gaviota, sin pisar tierra firme por años. Cruzarás la puerta arrastrándote, entre el frío fango, con tu cuerpo neoténico de salamandra, buscando los jardines de la naturaleza. Y entonces abrirás tus pétalos perfumados en dirección al Sol.

 

Algunos de los museos de historia natural tienen cientos de años de existencia. Generaciones incontables han llegado siendo niños y luego se han ido cuando viejos. Pero, aunque sus robustos muebles rechinan por el peso del tiempo, es más fuerte el eco de los niños riendo. Las voces de todos los idiomas coinciden con las exclamaciones de sorpresa, con los suspiros que se escapan y dan refugio a la imaginación.

 

Nadie puede experimentar la vibrante energía que se genera en estas antiguas paredes mientras se encuentra a kilómetros de distancia, acostado, viendo un celular. Los aromas arcaicos no pueden reproducirse en la palma de nuestras manos. No hay luces inteligentes conectadas a Alexa, que simulen ser un rayo de Sol atrapado entre el grosor de los vitrales.

 

Sólo cuando se deambula dentro de estas bóvedas de historia se percibe la magia. Se entiende que el tiempo es nuestro principal aliado y nos atrapa en una espiral descendente, donde las horas se vuelven minutos y luego segundos. Pero luego este tiempo se extiende hasta los cientos de millones de años cuando nos alejamos, luego de mirar atónitos un ammonite de tres metros.

 

Únicamente cuando se camina dentro de estos salones de incontables sueños olvidados, se percibe que nunca estamos solos. Basta con cruzar la mirada con unos ojos compuestos, petrificados sobre la roca, para saber que todos percibimos un mundo distinto, pero que al final de cuentas es el mismo. ¿Cuántos atardeceres habrán visto nuestros ojos humanos? Un puñado apenas, si lo comparamos con las noches de luna llena que admiraron estos guardianes de tres lóbulos, trilobites expectantes, que continúan aguardando.

 

Se tiene que estar muy cerca, aquí, para que los seres del pasado se conecten con nuestro presente y nos susurren sus más emocionantes aventuras. Aquí cerquita nos damos cuenta que todos seguimos siendo niños. Nuestros ojos vuelven a tener ese brillo del cual escapa vida. Nuestro corazón late aceleradamente, preso de las emociones que emergen cuando por primera vez miramos un par de esqueletos de dinosaurios articulados. No hay grito de felicidad que pueda ser contenido cuando se está mirando desde abajo los restos de un par de bestias que se blanden estoicas en un simulado combate.

 

Los museos de historia natural no son solamente bóvedas que resguardan tesoros icónicos de otros tiempos. Son santuarios donde exhibimos nuestras más preciadas reliquias. Monumentos tallados en roca por la naturaleza, recuerdos tangibles de antiguos seres que habitaron nuestro mundo, disfrutando y luchando por su sobrevivencia, en comunión con su entorno y su historia, sin percatarse de lo que podría deparar el futuro, que llegarían otros, inspirados por su legado, sedientos por ser mejores.

 

Los museos son oasis longevos, donde aún brota el agua de la ciencia. Se mantienen vivos, recibiendo a todo viajero que busca refrescarse luego de una travesía calurosa. En momentos críticos, cuando el mundo parece incendiarse en llamas, éstos son buenos lugares para encontrar refugio, reflexión y esperanza.

 

Nuestro México, Latinoamérica y el mundo necesitan mirar hacia estos espacios. Establecer como política de igualdad social, seguridad pública y de desarrollo integral la multiplicación de museos por todos los rincones donde haga falta. Invertir en su construcción y mantenimiento. Promover el desarrollo de carreras y profesionistas que los habiten, y que desde esa trinchera hagan ciencia. Incentivar a las familias a que los visiten, los disfruten y los hagan parte de su hogar. Que en los recuerdos de niñez de toda niña y niño exista su referencia, como un oasis donde siempre se puede ser feliz.

 

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