16.04.2022

Las primeras estrellas de Hollywood  

Dr. Adolfo Pacheco Castro

Fotografía: Jorge Alcántara

La calle más famosa del mundo corresponde al Paseo de la Fama en Hollywood, Los Ángeles, California. La acera de esta avenida se encuentra adornada por unas 2400 estrellas de cinco picos, en cuyo centro puede leerse el nombre de aquellos protagonistas que han trascendido en el mundo del espectáculo. Todo visitante que camina sobre este boulevard percibe la emoción hollywoodense de aquellos actores callejeros que actúan ante una muchedumbre, iluminados por las luces brillantes de los negocios que opacan el firmamento y solo permiten que las estrellas del piso brillen con luz propia.

 

Dirigir la mirada al piso otorga grandes sorpresas al caminante, pues uno puede encontrarse con nombres importantes en las artes cinematográficas, teatrales o musicales de nuestra época. Se intercalan ahí, las estrellas de Guillermo del Toro, Eugenio Derbez, Angélica María, Los Tigres del Norte, José José, Juan Gabriel, Vicente Fernández, Pedro Infante, Mario Moreno «Cantinflas», entre otros, con las estrellas de Michael Jackson, Los Beatles, Walt Disney, Stan Lee y muchos más.

 

El atractivo principal de este Paseo de la Fama consiste en detenerse y mirar esos nombres en letras de oro para evocar alguna de sus canciones, diálogos o escenas de acción. Entonces, sobre la acera reviven los sentimientos asociados a las películas y canciones que marcaron nuestro pasado. Un pasado relativamente reciente, que quizás, cuanto mucho, pueda retroceder un par de generaciones en nuestro linaje, pues este paseo de la fama fue ideado hace apenas unas decenas de años, en 1958, para mejorar la imagen de las calles en el corazón de Los Ángeles.

 

Esta avenida glamurosa ha sido muy diferente con el correr del tiempo, basta decir que no hace mucho era parte del territorio mexicano y sus estrellas daban fama al viejo oeste. Pero antes de esto, otros personajes verdaderamente famosos ya habían transitado estos senderos por siglos y con sus garras y pezuñas plasmaron sobre los ambientes más misteriosos y extraordinarios sus nombres en letras de oro.

 

La primera mención de esta zona data de 1769 por parte del franciscano Juan Crespi, quien acompañara en una expedición de reconocimiento al primer gobernador español de California, Gaspar de Portola. El fraile mencionó en su diario que ésta era un área llena de «manantiales de brea», la cual es una sustancia muy viscosa de color oscuro, compuesta por hidrocarburos y alquitrán, que en México llamamos chapopote.

 

Esta sustancia es altamente viscosa y se comporta casi como un sólido, que fácilmente atrapa a cualquiera que ponga una pata sobre ella, una trampa de arena movediza en toda regla. En algunos experimentos se ha observado que una gota de brea puede tardar entre ocho y 13 años en formarse y caer de un gotero. Lo siguiente no está escrito en el diario del fraile Crespi, pero es probable que esta viscosidad venciera en más de una vez su paciencia franciscana al intentar quitar todo rastro de brea de sus sandalias.

 

Los indios norteamericanos conocían esta sustancia negra y pegajosa, pues la utilizaban desde tiempos ancestrales como pegamento para sus flechas y demás herramientas, pero no fue sino hasta 1828, a manos de Antonio José Rocha, que el sitio comenzó a reconocerse ampliamente por sus pobladores como Rancho La Brea.

 

Este no era el rancho más deseado del noroeste mexicano, pues la mayoría de las tierras eran inservibles para el cultivo y se tenía que cuidar excesivamente al ganado para que no se acercara a beber de los múltiples charcos de agua que estaban por todos lados sobre la brea. Estos charcos se formaban debido a que la brea no se diluye con el agua y se precipita en el fondo formando una capa impermeable, la cual podía tener varios metros de espesor y era capaz de atrapar a cualquier visitante sediento.

 

Además, no se podía tomar una bocanada de aire campirano sin percibir el fuerte olor a brea, por lo que buena parte de los 4400 acres del rancho comenzaron a utilizarse como mina a cielo abierto para la extracción de asfalto, con el fin de pavimentar las calles de una creciente ciudad de Los Ángeles.

 

Con la extracción de este asfalto, comenzaron a emerger extraños protagonistas entre esta sustancia negra, pues era común encontrar esqueletos fragmentados e incrustados en los bloques solidificados. Inicialmente, se pensaba que estos huesos correspondían a ganado o algún otro mamífero silvestre moderno, que sin quererlo había encontrado su final en estas arenas movedizas. Las conjeturas de estos ejemplares no pasaban de ahí y por muchos años se consideraron basura que disminuía el valor del asfalto, que ya de por sí era barato.

 

Fue hasta 1860 que la familia norteamericana Hancock se hizo propietaria de Rancho La Brea y sus paisajes comenzaron a transformarse de una tierra sucia y viscosa en el más glamuroso de los oasis. La familia se enriqueció por la venta del asfalto a nivel industrial y otros negocios crecientes como el de la viticultura. En particular, la visión de George Allan Hancock tuvo que ver, pues fue durante su administración que la influencia de la revolución industrial llegó a las puertas de su rancho.

 

El chapopote que afloraba en buena parte de Rancho La Brea era indicio de que enormes yacimientos de petróleo se encontraban en el subsuelo. Por lo que Allan Hancock comenzó a rentar sus tierras para la extracción de petróleo y al poco tiempo formó su propia compañía petrolera La Brea Oil.

 

En este momento, el negocio del asfalto pasó a segundo término y cientos de pozos de petróleo comenzaron a proliferar por toda la región. Hancock comenzó a amasar una increíble fortuna y se volvió toda una estrella en la región, tocaba el violonchelo en la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles, formó un club de yates y fue mecenas de las universidades. Incluso, mantuvo interés en la enorme cantidad de huesos asfaltados que afloraban en sus terrenos y de los cuales nada se sabía.

 

Estos huesos comenzaron a ser estudiados por el geólogo William Orcutt en 1901, el cual reconoció que este material no correspondía a vacas y caballos, sino a las osamentas fosilizadas de animales fantásticos como tigres dientes de sable, lobos terribles y perezosos gigantes. Estos descubrimientos lo llevaron a buscar más localidades en Rancho La Brea junto con su colega M. Anderson y para 1905 encontraron un verdadero tesoro, mucho más valioso que el oro negro.

 

Éste era un depósito que contenía una mayor proporción de fósiles que de asfalto y mostraba el enorme potencial por desarrollar un proyecto paleontológico en forma. Por lo que iniciaron un proyecto de mayores dimensiones con el afamado paleontólogo John Merriam de la Universidad de California, Berkeley.

 

Una vez iniciado este proyecto paleontológico, el primero en su tipo en toda California, otras universidades y escuelas comenzaron a participar con Berkeley. Fue entonces que el zoólogo Gilbert, un profesor de secundaria, inició la colecta de estos mamíferos fósiles, utilizando la energía inagotable de sus estudiantes.

 

Gilbert consiguió en muy poco tiempo que la comunidad entera de Los Ángeles se interesara por la exhumación de estas antiguas bestias y atrajo financiamientos importantes para continuar con sus excavaciones. Él, junto con sus estudiantes de secundaria, inició la excavación del depósito más rico en fósiles, Academy Pit, en 1910, de donde extrajeron cientos de fósiles de caballos, camellos, perezosos gigantes, bisontes y, una increíble cantidad de lobos y tigres dientes de sable.

 

Sus descubrimientos fueron tan importantes que marcaron el inicio de lo que luego sería la colección de vertebrados en los museos de Rancho La Brea y el Museo de Historia Natural de Los Ángeles.

 

Lo que hacía medio siglo atrás era un rancho olvidado del viejo oeste, ahora era un terreno fértil de ciencia. Profesores, paleontólogos, estudiantes de secundaria y niños con sus madres iban y se tiraban pecho tierra por horas, raspando cuidadosamente el asfalto que embebía a cientos de miles de fósiles. Tan solo entre 1913 y 1915 se abrieron 96 sitios de excavación y se colectaron cerca de 750 mil especímenes fósiles de animales y plantas.

 

Los visitantes iban y venían entre cada uno de los «proyectos» -bloques de chapopote atascados de fósiles-, cargando baldes y carretillas. Trazando con cada ida y vuelta senderos glamurosos llenos de historias. Con la mirada enfocada en sus pasos negros y pegajosos, esperando a que se asomara una estrella sobreviviente de la última era de hielo. Entonces, con esa que podría ser una estrella tan diminuta como un roedor o tan enorme como la defensa de un mamut se reconstruían historias similares a estas.

 

A finales del Pleistoceno, en el centro de lo que hoy es el condado de Los Ángeles, se extendía un gran valle dominado por pastizales con algunas zonas boscosas en las montañas perimetrales. Dentro del valle afloraba un sistema de ciénegas, charcos misteriosos de agua turbulenta y somera que con frecuencia burbujeaban despidiendo aromas extraños; sin embargo, ofrecían una fuente casi inagotable de agua, incluso en la temporada más árida, por lo que sus visitantes sedientos se arriesgaban a beber un par de sorbos de estos.

 

Frecuentemente, herbívoros de gran tamaño que caminaban en la orilla de estos charcos se hundían lentamente en el piso de brea. En un par de segundos, bisontes, perezosos gigantes, camélidos e incluso mamuts quedaban atrapados. Con cada esfuerzo que hacían por salir se hundían más y después de luchar por días se rendían y comenzaban a morir con la mitad del cuerpo expuesto a la intemperie.

 

Los gruñidos de un animal desahuciado en estas trampas acuáticas atraían a depredadores que buscaban obtener un bocado fácil. Pero lo único que encontraban luego de su primer mordisco era que ellos también quedaban atrapados. Así, en un solo charco de esta trampa podían caer manadas enteras de lobos, coyotes y tigres dientes de sable, así como jaguares y osos solitarios, por lo que a estas trampas de brea se les denomina «trampas de carnívoros», pues son estos grupos los más abundantes en las localidades fósiles.

 

Con el paso del tiempo, el olor de los cuerpos en descomposición atraía a carroñeros y uno que otro curioso, que al contacto con el chapopote quedaban también atrapados. Mapaches, zorros, roedores, águilas, buitres, reptiles y aves de todo tipo se unían para hacer compañía a los primeros infortunados.

 

Después de la vorágine, estos esqueletos se enterraban en la brea junto con insectos distraídos que llegaban caminando. Sobre todos se cernía lentamente una cobija de hojas, que al ser transportadas por el viento se depositaban en el centro de los charcos y paulatinamente, por acción de las burbujas, se desplazaban como pequeños navíos hasta la orilla negra y pegajosa donde atracaban.

 

Capa tras capa de estas historias y otras más se acumularon por 50 mil años. Cada charco reconstruye una de estas grandes obras teatrales de la historia, donde las estrellas protagónicas corrieron, volaron, migraron y respiraron antes de su trágico final. Sus restos fósiles nos han ayudado a comprender mejor la evolución de los ecosistemas norteamericanos y la influencia que tuvieron procesos biológicos, geológicos y climáticos en su extinción o sobrevivencia.

 

Hoy en día, algunas de estas obras fósiles pueden observarse en el Museo de Rancho La Brea y en el Museo de Historia Natural de Los Ángeles, California, donde se guarecen millones de estas estrellas fósiles del Pleistoceno, que reconstruyen la Edad de Mamíferos Terrestres de Norteamérica, denominada como Rancholabreano. Y todas ellas, en mayor o menor medida, brillan con luz propia en el negro chapopote, como las más deslumbrantes estrellas de Hollywood.

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