24.07.2021

El premio más grande de la historia

M. en C. Adolfo Pacheco Castro

Fotografía: Jorge Alcántara 2021
Fotografía: Jorge Alcántara

El premio de lotería más grande de la historia, entregado a una sola persona, ocurrió en el año 2017 en Massachusetts, EE.UU. La afortunada ganó un pote de Powerball de 758 millones de dólares, aproximadamente 15,160 millones en pesos mexicanos. En términos más contrastantes, esta mujer ganó en un día el equivalente a lo que ganan por día poco más de 108 millones de mexicanos, con base en el salario mínimo actual. Sin duda alguna, la diosa fortuna se postró de manera permanente sobre la vida y obra de esta mujer.

 

Pero… ¿qué tan probable es ganar uno de estos premios? Afortunadamente, el escritor de este artículo no tuvo que recurrir a sus cuadernos de probabilidad de la preparatoria para calcularlo, sólo tuvo que googlear la información, encontrando que la probabilidad de ganar un Powerball es de aproximadamente uno entre casi 300 millones. Es decir, que esta nueva multimillonaria fue la única afortunada en casi la totalidad de habitantes de su país -que actualmente es de 320 millones-.

 

Era muy poco probable que pudiera ganar. Incluso, era más probable que fuera golpeada por un rayo -con una probabilidad de entre uno en 500 mil o uno en tres millones, dependiendo del cálculo- o que fuera mordida por un tiburón, cuya probabilidad es de uno en 11 millones. Incluso, era más probable que muriera en un avión antes que volverse inmensamente rica de la noche a la mañana, ya que de 10 millones de pasajeros que viajan por los aires al año, mueren en promedio tres. En otras palabras, era mucho más probable que pasara casi cualquier cosa, dentro de los parámetros de una existencia común, antes que ganar un espacio en el almanaque de los ganadores.

 

Una cosa es cierta, la mayoría de nosotros no podremos volvernos ricos de la noche a la mañana, más aún si no tenemos el hábito de comprar un cachito, por lo que, para sobresalir de entre la millonaria multitud tendremos que valernos de nosotros mismos y quizás todo el esfuerzo de una vida no sea suficiente para aparecer en un libro de historia. Probablemente, trascender en el tiempo no depende del esfuerzo o la suerte, sino de procesos contingentes que no discriminan.

 

El simple hecho de vivir y morir en este planeta ya nos asegura que seremos considerados en la gran lotería de la trascendencia, donde algo de lo que somos puede perdurar como un fósil dentro de las rocas. Aunque, la probabilidad de ganar el premio de ser fosilizables es muchísimo más ínfima que la de cualquier lotería conocida; sin embargo, con todas las probabilidades en contra, sabemos que hay ganadores o que los hubo, pues los estantes de los museos están repletos de ellos, sus cuerpos esculpidos en la roca aún reconstruyen sus hazañas después de miles, millones o miles de millones de años. Recuerdos de lo que otrora fue nuestro mundo y sus antiguos habitantes. Rastros, vestigios, huellas o fragmentos permineralizados de cualquiera que, después de su último aliento encontrara, sin quererlo, la forma de ganar más tiempo.

 

¿Qué tan afortunados fueron estos ganadores al preservar algo de su existencia por millones de años? Una pregunta bastante compleja, sobre todo, cuando el número de los participantes iniciales sobrepasa nuestra comprensión. Por asombroso que parezca, no conocemos el número de fósiles que hay en las colecciones científicas de todo el mundo, sólo sabemos que hay un aproximado de un millón 500 mil ocurrencias o registros de fósiles (paleobiodb.org), siendo que uno de estos registros puede ser un cajón lleno de pequeños huesecillos permineralizados. Aún así, éste es un número que podríamos contabilizar, pero seguramente dista mucho de la cantidad de fósiles que podrían encontrarse enterrados bajo nuestros pies. Quizás podrían existir tantos fósiles que no cabrían en las gavetas, los pasillos o los grandes salones de todas las instituciones en todo el mundo. Lo cierto es que probablemente nunca sabremos cuántos fósiles hay.

 

Muy frecuentemente se utiliza, tanto en la academia como en la divulgación, la estimación de que menos de 1 % (ó 0.1 %) de las especies que han vivido se preservaron en el registro fósil. Pero debemos ser precavidos con esta aseveración pues, aunque se utiliza para estimar cuántos organismos probablemente coexistieron en una localidad específica, no puede ser comparable con el planeta entero a lo largo de todo el tiempo.

 

Es complicado calcular el número de fósiles porque no sabemos cuántos seres vivos hay ahora mismo en este planeta. Si acaso hemos documentado la existencia de 1,2 millones de especies, estimando que puedan existir entre nueve y 15 millones más; es decir, hay diez veces más especies desconocidas que aquellas conocidas, esto de entrada ya es un problema complicado de resolver si lo que queremos saber es el número de individuos al sumar todas las especies.

 

Fuera de esta discusión, existen estimaciones sobre el número de organismos en regiones poco densas como los desiertos. Por ejemplo, un grupo de científicos, utilizando imágenes satelitales e inteligencia artificial, contaron el número de árboles que hay en el desierto del Sahara, encontrando cerca de 1800 millones de árboles. Un número bastante elevado si lo que estamos contando son árboles en medio de un desierto, ni imaginar cuántas pequeñas hierbas había a su alrededor.

 

Evidentemente, contar árboles solitarios en medio de un desierto parece una tarea sencilla si se le compara con otros paisajes más complejos. ¿Qué tan complicado será contabilizar el número de plantas en una selva tropical o de los hongos que interactúan debajo de ellas? Todos estos son seres que para nuestra escala temporal se encuentran inmóviles, ahora imagine contar organismos que, como nosotros, se mantienen en constante movimiento ¿Cuántas ranas hay croando si cuando nos acercamos brincan dentro del charco?, ¿qué pasa con aquellos organismos que se encuentran en una escala de tamaño diferente a la nuestra?

 

Cuán bizcos terminaríamos si tratáramos de contabilizar organismos cada vez más pequeños, como el número de ácaros sobre la almohada o el de todas las hormigas que hay en el mundo. Para la gran mayoría de estos organismos se han propuesto estimaciones de cuántos puede haber, pues metodológicamente no necesitamos ir marcando a cada uno de ellos de principio a fin, basta -según el rigor estadístico- con una muestra representativa para proyectar su totalidad. Pero hay rincones lejos de nuestra mirada curiosa, en donde aún hoy en día, se esconden multitudes de seres vivos.

 

Generalmente, sabemos menos de aquellos organismos que distan mucho de parecerse a nosotros, sobre todo si no son visibles a nuestros ojos. ¿Cuántos microorganismos hay ahora mismo en un charco o en los mares del planeta? Ya muchos se lo han preguntado y tenemos algunas hipótesis. Un ejemplo claro es que hace una década se estimó que el número de bacterias en nuestro mundo debería de rondar el nonillón (un uno seguido por 30 ceros), a sabiendas de lo abundantes que son en cualquier superficie terrestre. Sin embargo, probablemente ese número de bacterias haya crecido, pues en los últimos años hemos comenzado a comprender el alcance de los microbiomas.

 

Hoy en día sabemos que con nosotros vive un incontable ecosistema microbiano. Algunas estimaciones proponen que dentro de nosotros hay coexistiendo unas 48 billones de bacterias y cerca de 60 millones de virus con nuestras 37 billones de células. Y así como hay un mundo entero en nuestros intestinos, lo hay también en el estómago de una mosca o en los cuencos de hojas de una bromelia, incluso, dentro de un anélido que habita en las profundidades de los mares, muy lejos de nosotros y de la luz del Sol.

 

Todos estos organismos y muchísimos más comparten con nosotros la existencia de este momento. Pero para saber cuántos fósiles existen aflorando en la litósfera de nuestro mundo, debemos considerar a los seres vivos que vivieron aquí. En este cálculo se deben incluir a todos los que antes que nosotros germinaron, cavaron, volaron o reptaron, en incontables ecosistemas durante un tiempo que se mide en eones (cientos o miles de millones de años). Sólo unos cuántos, verdaderamente afortunados, perduraron al tiempo hasta nuestros días o emergerán de entre las rocas muchos millones de años hacia el futuro. En algunos casos, sus fósiles son y serán lo único que sobreviva de su enorme diversidad, y el registro de su actividad pudo ser la cosa más trivial: como aquel que caminó sobre la arena, o ese otro que mudó su exoesqueleto, o uno que se enterró sobre el sedimento, o éste que se arrastró fuera del agua para respirar. ¿Cuántas vidas y momentos han sido totalmente olvidados?

 

Por un momento, imagine si algo de la humanidad actual, con sus 7600 millones de habitantes, está siendo perpetuada en el registro estratigráfico. ¿Cuántos de nosotros tendremos la fortuna de transmutar nuestra existencia orgánica en una más duradera, una de roca? Mírese por un momento frente al espejo y note todos esos rasgos morfológicos heredados generación tras generación y responda: ¿cuántos de estos rasgos prevalecerán en el tiempo después de mí? Sin duda, la forma más sencilla de trascendencia es que usted forme parte de un eslabón en una cadena de ancestros y descendientes, confiado en que los procesos de recombinación genética doten a su progenie de los rasgos que ahora lo definen. Seguramente podrá reconocerse en una imagen de sus nietos, bisnietos o tataranietos, pero ¿podrá hacerlo en una imagen de un descendiente suyo a diez mil o cien millones de generaciones?

 

Tome en cuenta que la evolución no tiene dirección y algunos de los cambios pueden ser muy irrisorios en este juego interminable de teléfono descompuesto, donde lo que ayer fue traducido como arcos branquiales para respirar, hoy son un oído medio para oír. La otra solución de prevalencia en el tiempo, es que parte de usted transmute en una roca, que mucho o poco de su cuerpo pueda convertirse en un fósil. Aquí el que usted sea un cabeza dura probablemente le dará una ligera ventaja, pues los procesos de fosilización son más comunes que ocurran en partes duras, como huesos, dientes, esqueletos o conchas antes que en partes blandas como piel, músculos y vísceras. Pero la probabilidad de que esto ocurra es bajísima.

 

Que el tiempo conserve una reliquia de nuestro pasado es un evento extraordinariamente difícil. Algunos autores proponen que la probabilidad de que un hueso se fosilice es uno entre 1000 millones; por lo que, si en un ser humano existen 206 huesos y, sumamos todos los huesos de todos los mexicanos en este momento -con un aproximado de 125 millones-, apenas y tendríamos la probabilidad de que 25 de éstos están siendo fosilizados. En otras palabras, de toda la diversidad agrupada en la mexicanidad actual apenas y sobreviviría el equivalente a una mano, pues ésta tiene 27 huesos. Ahora imagine lo extraordinariamente difícil que es el que un esqueleto completo de un antiguo ancestro permanezca inmutable en su tumba de sedimentos hasta nuestros días, es por mucho, más improbable que ganarse la lotería.

 

Hoy en día, conocemos unos 588 registros de homínidos (Hominidae) en todo el planeta, de los cuales un centenar corresponden a la especie más abundante y con mayor distribución geográfica, los Homo sapiens (paleobiodb.org). Un número que podría extenderse hasta los miles de fósiles, considerando el que algunos registros tienen mayor abundancia que otros. Aun así, este número se encuentra muy por debajo de la cantidad de humanos que pudieron existir en los últimos 50 mil años de su historia, cuya estimación es de 108 mil millones. De momento, no hemos calculado cuántos humanos existieron desde el origen de nuestra especie, con unos 315 mil años en el registro fósil y hasta unos 770 mil con base en modelos filogenéticos actuales. Es por eso que el descubrimiento de un nuevo integrante en las ramas olvidadas de nuestro árbol genealógico es siempre motivo de celebración científica, como ha ocurrido recientemente con Homo longi.

 

Si bien, la vida de nuestros ancestros pudo estar marcada de aventuras que pusieron a prueba su voluntad de supervivencia, es durante y después de la muerte cuando las verdaderas pruebas de trascendencia se revelan. La gran mayoría de los organismos no se fosilizan porque no encuentran un trágico -o apacible- final en un ambiente propicio, principalmente un medio acuoso con baja energía y de preferencia anóxico, considerando el proceso de fosilización más común entre vertebrados terrestres -ya en otra edición platicaremos sobre otros tipos de fosilización-.

 

Aquí, en el lecho de muerte debe ocurrir un enterramiento rápido que cese la descomposición del cuerpo para, posteriormente, experimentar una compactación, cementación, litificación y permineralización, que mantengan la coherencia del organismo o, al menos, de sus partes duras. Además, estas condiciones deben prevalecer lo más estables posible durante muchas vidas, durante miles de años -diez mil con exactitud-. Literalmente, esta tumba de lodo debe permanecer inalterable ante las inclemencias del tiempo y no ser profanada por raíces, patas y garras de los que habitan la superficie. Incluso, deberá de fluir con los estratos de roca fuera de zonas con alta presión y temperatura cuando experimente el choque entre continentes o la simple formación de un graben. Y luego, claro, que estos fósiles estén cerca de una mirada curiosa, al amparo de la erosión y el intemperismo.

 

¿Cuántos fósiles no emergieron a la superficie y se devastaron partícula por partícula? Así ocurre en vastas extensiones de nuestro México, donde antiguos habitantes de este territorio emergen por sí solos a la superficie. Literalmente, uno puede tan solo extender la mano y tener contacto con los vestigios de un ser que vivió hace millones de años en el mismo lugar que nosotros. A través de su fósil y la roca sedimentaria que lo contiene se puede viajar en el tiempo. Las ventanas temporales que afloran en nuestro país sobrepasan la imaginación; los paleontólogos mexicanos nos maravillamos interpretando eventos fascinantes que configuraron nuestro territorio. Pues aquí mismo, antes que nosotros, hubo explosiones de vida durante el Cámbrico, invasiones de mares epicontinentales, el impacto de un meteorito y la extinción de la vida cretácica, el Gran Intercambio Biótico Americano entre Norteamérica y Sudamérica, la invasión de los pastos y la evolución de la megafauna, así como la llegada del hombre a América.

 

No debemos olvidar que el principal objetivo de la paleontología mexicana es entender a través de los fósiles por qué somos un país megadiverso, cómo se desarrolló esta inmensa diversidad biológica y los procesos que la moldearon. Los mexicanos somos tan afortunados porque heredamos historias biológicas que se fueron acumulando por millones de generaciones, en millones de paisajes, en millones de mares, tejiéndose pacientemente en incontables interacciones. Aquellos que recorren los cerros y los arroyos, dotados de una pica, un gorro y su voluntad, van tras esos pocos ganadores que llevan miles o millones de noches esperando compartir su premio. Los paleontólogos le damos voz a los fragmentos de aquellos que trascendieron y nos revelan lo afortunados que somos al estar vivos, a sabiendas de que sólo sea un susurro.

 

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