PENSAR EL ARTE

10.07.2019

Mi piel, mi privilegio existencial

Notas sobre la practica del tatuaje

Dra. Laurence Le Bouhellec

Fotografía: Jorge Alcántara 2019
Dra. Le Bouhellec

En el último cuarto del siglo XX, debido al deshielo de una zona de los Alpes, entre Austria e Italia, quedó al descubierto el cuerpo congelado y momificado de un hombre, a quien se llamó Ötzi. Los estudios realizados dieron a conocer que llevaba marcadas varias zonas de su cuerpo con líneas y cruces de color negro, en particular, a la altura de los tobillos, las muñecas, las rodillas y la parte baja de la espalada. Nuevos estudios, realizados posteriormente con tecnología de punta, revelaron otro conjunto de tatuajes a la altura del pecho.

 

La coincidencia entre las partes tatuadas del cuerpo de Ötzi con zonas privilegiadas para la acupuntura dio pie a la hipótesis de tatuajes realizados con fines terapéuticos: probablemente para curar artritis, en cuanto a las marcas en las zonas de las articulaciones, y problemas intestinales, en relación con las marcas a la altura del pecho. Cabe aclarar, sin embargo, que aquellos no fueron realizados con agujas sino por medio de pequeñas incisiones en la piel, dentro de las cuales fue introducida y esparcida posteriormente madera carbonizada.

 

Sin importar las verdaderas razones por las cuales el cuerpo de esta persona llevaba más de 60 tatuajes, ha quedado como uno de los más antiguos testimonios documentados de esta práctica, hace más de 5000 años. Lo interesante del caso es que, a raíz de estos descubrimientos realmente inesperados, otros investigadores tomaron la decisión de volver a analizar otros cuerpos humanos momificados.

 

Es así como la revisión de los cuerpos de dos antiguos egipcios conservados en el British Museum en Londres, Inglaterra, un hombre y una mujer, también resultaron tatuados: el del hombre, aparentemente, con dos figuras zoomorfas en la parte superior de uno de sus brazos y el de la mujer con una serie de «S» sobre su hombro derecho. Estas personas, que vivieron aproximadamente 3300 años antes del inicio de nuestra era, fueron, de cierta manera, contemporáneos de Ötzi y nos indican que la práctica del tatuaje en el continente africano resulta mucho más antigua de lo que se pensaba y que fue realizada, probablemente, con fines rituales tanto sobre los cuerpos de los hombres como de las mujeres, corrigiendo la hipótesis según la cual el tatuaje resultaba un privilegio femenino.

 

Si bien estos hallazgos recientes han permitido profundizar un poco más en la historia de la práctica, hace falta todavía mucha información complementaria y precisa para poder llegar a pensar, desde la muy larga duración, la peculiar relación que el ser humano ha ido construyendo con su cuerpo y la visibilidad del mismo, tanto para él como para la comunidad a la cual pertenece.

 

De manera general, se acepta que en las sociedades tradicionales el cuerpo es un componente que liga y asegura la energía colectiva de una determinada comunidad y que, por ende, no puede ser requerido como elemento de individualización y diferenciación entre sus integrantes. Muy al contrario, en las sociedades occidentales, el cuerpo se puede entender como una especie de umbral que llega a señalar los límites específicos de la presencia de un ser humano en su relación con los demás, convirtiéndose entonces no solamente en su muy peculiar territorio existencial en el que se puede llegar a encerrar completamente, sino también en un soporte privilegiado para exhibir la visibilidad de sus marcas de identidad.

 

Al respecto, y desde sus orígenes, el psicoanálisis ha ido subrayando que una parte medular del emplazamiento del hombre -sea en el mundo como tal, sea en una determinada sociedad- echa raíces en el ámbito de los afectos. S. Freud fue, sin la menor duda, el primero en expresar de manera bastante clara qué tanto el hombre no es el producto de su cuerpo, sino que, exactamente al revés, lo va construyendo como estructura simbólica, según así lo dictan los muy puntuales requerimientos de su emplazamiento socio-histórico-cultural. Dicho en otros términos, el cuerpo humano es un campo de materia viva altamente maleable, cuyas cualidades se han ido moldeando, se siguen moldeando y, probablemente, se seguirán moldeando, tanto en base a la interacción con los otros como en su inmersión en un determinado campo simbólico.

 

Estas posibilidades de trabajo sobre sí mismo, el antropólogo M. Mauss las pensó en términos de «técnicas del cuerpo», mientras el filósofo M. Foucault las entendió desde la especificidad de los modos de subjetivación puntualmente atravesados por un determinado tipo de ejercicio del poder y, el artista A. Artaud, guiado por la radicalidad de su pensamiento, las replanteo desde el horizonte del CSO -cuerpo sin órganos-.

 

Ahora bien, en un momento de transición entre un señalamiento anatómico meramente objetivo -es decir, biológico- del cuerpo del ser humano y su señalamiento anatómico simbólico-cultural, cuyo histórico dispositivo de visibilidad manifiesta abiertamente la diversidad y complejidad de los procesos por medio de los cuales el ser humano plantea su identidad comunitaria en todos sus posibles matices, bien parece ser que la superficie corpórea, la piel, sigue gozando de un papel protagónico para la afirmación de aquella sensibilidad identitaria, tanto pública como privada.

 

De esta manera, se puede llegar a entender por qué la materialidad corporal, desde la cual se suele emplazar el ser humano, se ha ido posicionando como materia de sentido, más aún en nuestros actuales ámbitos societales, en los cuales las marcas corporales no se pueden disociar de la recia afirmación de un emplazamiento existencial amarrado a un yo-cuerpo. Sin embargo, cabe subrayar que, si la visibilidad de las marcas corporales se ha ido expandiendo cada vez más entre la heterogénea población de nuestras sociedades actuales, no es más que una de las múltiples etapas en el muy largo proceso de construcción de la visibilidad de la identidad del ser humano como tal.

 

Si algo llama la atención en las primeras imágenes que el hombre ha ido produciendo de sí, y que podemos todavía contemplar en algunas de las grutas europeas del paleolítico superior, es una marcada y repetitiva dificultad en llegar a caracterizarse con rasgos considerados como propiamente humanos. Sobresalen más bien las representaciones híbridas, en las cuales la mano de aquel primitivo imaginero ha dividido de manera casi sistemática la figura en dos mitades: la superior con rasgos de algún tipo de ave, de herbívoro o carnívoro y la inferior, en la cual destacan los genitales humanos. Un poco como si lo único que el hombre de aquel entonces llegara a concientizar como propio suyo es el ejercicio de su sexualidad. El hecho de que los rostros nunca presenten rasgos de individualización indica que, en este preciso momento de la evolución humana, los signos de identidad se manejan entre grupos y no entre personas. Falta todavía un muy largo camino por recorrer hasta las marcas específicas del individualismo afectivo que se viene manifestando en nuestra sociedad contemporánea.

 

Pensado de esta manera, el cuerpo del ser humano se puede aprehender entonces como un complejo palimpsesto, por haber continuamente generado y regenerado la visibilidad de su emplazamiento acorde con las peculiaridades de un determinado Zeitgeist; peculiaridades que, a su vez, se han ido estructurando y modulando, siguiendo la tónica de la comunidad o la individualidad, cuando así lo requirió el arraigo dinámico del ser humano en el tiempo y el espacio.

 

En resumidas cuentas, si bien a lo largo de los últimos siglos, los requerimientos de la episteme judeo-cristiana impusieron su pauta de racionalidad, ya hemos entrado otra vez en los tiempos dominados por lo emocional y lo afectivo que, por lo pronto, colocaron frente a un inquisitivo y esquizofrénico deber-ser, la lisa posibilidad de un dejar-ser. Cabe recordar que, al analizar las dinámicas sociales desde la perspectiva de la muy larga duración, se ha señalado cómo los modelos sociales que pretenden homogeneizar y nivelar a la fuerza la rítmica existencial, tienden -tarde o temprano- a saturarse y, por ende, quebrantarse y caer en pedazos; tal fue la suerte del modelo social derivado de los principios de la modernidad, anclado en una imago mundi judeo-cristiana.

 

Por lo tanto, no ha de sorprender que la transición hacia lo heterogéneo no solamente se ha acompañado de la destrucción de los antiguos valores, sino también, y de manera absolutamente paradigmática, de la reivindicación de lo propio de la visibilidad de un cuerpo posicionado más allá de cualquier tipo de normatividad apegada a lo estéticamente correcto. En este caso, la vestimenta, el peinado, los piercings y tatuajes son sólo algunos de los elementos que, de manera más inmediata, pretenden señalar mi pertenencia a un específico campo de emplazamiento existencial, sea o no como miembro de una particular tribu urbana o cualquier tipo de minoría.

 

Finalmente, así es como el tatuaje se puede entender como un pliegue de la identidad personal que se despliega a la visibilidad de los demás miembros de una comunidad humana, como reivindicación de un particular territorio de emplazamiento. Dicho en otras palabras: yo no soy más que la piel que habito.

 

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