ECOLOGÍA RIZOMÁTICA HOY
11.12.2019
Dr. Pedro Joaquín Gutiérrez-Yurrita
«La agricultura familiar es una pieza clave para la sostenibilidad ambiental y del sistema alimentario, por lo que "mejorar prácticas en el cuidado del suelo, del agua, sistemas de producción y otros, contribuirá a su mejor adaptación ante el cambio climático", han coincidido representantes gubernamentales, de organizaciones multilaterales y de productores del campo».
Este párrafo se lee en una de las páginas de Internet de National Geographic respecto a lo que se trató en la cuarta jornada de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) la semana pasada, en Madrid, España. «¡Y que lo digan!; vamos, que es tan cierto como la copa de un pino», diría un agricultor español, de rancia estirpe campesina. Un indígena mexicano, agricultor y trabajador del campo diría algo similar, pero acto seguido, con más indignación que desprecio por aquellas gentes, replicaría que «más sabe el diablo por viejo que por diablo», y muchos diablos hay en las cumbres internacionales, pero pocos viejos del campo.
En síntesis, ahora resulta que en la COP25 aparece una nueva generación de activistas, agroindustriales y políticos para «enseñar al papa a decir la misa». Y es que en verdad es insultante que esa gente, que viste y usa artefactos artificiales, y bebe y come casi sin consideración sobre el perjuicio que hacen al planeta con sus hábitos de consumo y comportamiento, vengan a decir que los campesinos deben aprender a cultivar la tierra. Don José sentenció que «cuando un Ñhañhu corta un árbol, es porque tiene hambre».
Esta gente bien alimentada y vestida de la ciudad, que viaja en sistema de transporte energizado, ahora le quiere pasar la factura del cambio climático a los campesinos, argumentando que utilizan muchos agroquímicos en la tierra y alimento enriquecido para el ganado, y que mejor deberían tener prácticas sostenibles para cuidar a la madre tierra, sin ver que son la causa por la cual la agricultura familiar y de huerto de traspatio, ha dejado de ser sostenible y pasó a ser industrial.
Las voces de nuestro campo, convertido en paisaje por todos los pueblos originarios y enriquecido por el mestizaje con muchas otras personas del mundo, siempre ha tenido un lenguaje sencillo y claro para nombrar lo importante. Así, al cuidado laborioso de la tierra para que sea productiva ciclo tras ciclo, a veces con dos o tres cosechas anuales, le llamaban simplemente ékuarhu (ecuaro, ekuaro) en tierras purépechas, significando la unidad entre tierra de labranza, bosque forestal del hogar, patio y corral para criar animales y vivienda familiar.
El ecuaro es un patio donde todo cabe y todas las personas de la comunidad familiar aprovechan, disfrutan y cuidan, porque saben que de su cuidado emergen todas las bondades de la naturaleza para vivir en plenitud. Los nahuas del centro y norte de México, a este conjunto de actividades, les llaman cuájmil (cuamil, coamil); palabra compuesta que significa, más o menos, árbol heredado, huerta. En ese paisaje siembran sus más preciados alimentos entre las plantas naturales de la región que crecen de forma espontánea. Asimismo, en el Cem Anahuac (donde hoy está la ciudad de México) se cultivaban los agrosistemas llamados chinampas, con una producción cercana a la que actualmente se tiene en un sistema agrícola actual con tecnología moderna.
Para no aburrir más al lector con ejemplos de cómo saben nuestros campesinos «de qué color pinta el colorado», aunque no hayan ido nunca a la escuela académica, mencionaré la conocida milpa. Este método mesoamericano de labrar la tierra crea un verdadero ecosistema paisajístico, ya que no sólo sirve para cultivar varias legumbres junto con el maíz, sino que favorece el establecimiento de muchas otras hierbas comestibles, conocidas como quelites, además de chile y calabaza; sirve para mantener fértil el suelo, para detener ventiscas cuando el maíz crece y para cosechar hongos entre otras cosas.
Ahora resulta que ante la impotencia de las clases dirigentes del mundo para poner de acuerdo a los grupos de poder que las controlan, arremeten contra los resignados proveedores de nuestro alimento y vestido; sin embargo, pocos de los miles de millones de campesinos se enteran de lo que sucede en las altas esferas del orden mundial. «Ahora es tiempo de actuar por el planeta», reza el slogan de la última COP sobre cambio climático, desarrollada a trompicones en Madrid, haciendo que miles de personas se desplacen hasta ahí, generando carretadas de CO2 y ensanchando la huella de carbono de activistas ambientalistas y políticos, que con sus ropas de piel falsa y tinturas artificiales, cremas y cosméticos ekológicos y cebados con alimentos industriales quieren que otros compongan el mundo que hemos transformado, y se quejan en las avenidas europeas y escandalizan en los foros oficiales de discusión sin actuar en consecuencia.
Los industriales poderosos, quienes en verdad mandan en el mundo, son una minoría que con sus consumos exorbitantes no hacen mucho daño; los miles de millones de humildes, entre ellos el campesinado que trabaja la tierra de forma familiar, son consumidores minoritarios de los artículos que podrían desestabilizar el clima planetario. Quedamos la clase media, unos cuantos cientos de millones que deseamos consumir como los empoderados del mundo, al tiempo que buscamos frenéticamente alejarnos de los rezagados socioeconómicos. Nosotros somos quienes provocamos el cambio climático con nuestras pautas de consumo y comportamiento ambiental, engañados por los consorcios internacionales de comercio.
Exigimos sustento a raudales y comodidades banales, al tiempo que nos lavamos las manos del problema ambiental mundial criticando al campesino de no saber llevar una agricultura familiar sostenible, sin pensar que jamás podremos comer una moneda de oro ni un teléfono, por muy inteligente que éste sea. «¡Hay que vivir para verlo!», dijo mi abuelo.