Dr. Luca Ferrari
La elección de Donald Trump como 45º presidente de Estados Unidos ha sido interpretada por muchos como un vuelco histórico, que va a provocar cambios profundos y nefastos en la economía y política mundial; sin embargo, la última elección presidencial de EE.UU., así como el referéndum BREXIT del verano pasado y, quizás, las próximas elecciones en varios países europeos, son mas bien la consecuencia de algo que ya ha estado ocurriendo: el fracaso de la globalización en llevar el prometido bienestar a la mayoría de la población.
En EE.UU. la globalización, que ha sido promovida desde Clinton hasta Obama pasando por los Bush, ha provocado una mayor concentración de la riqueza, ya que el 5 % más rico se ha vuelto mucho más rico, mientras que el restante 95 % ha visto sus ingresos estancarse. De manera similar, en México los cuatro hombres más ricos poseían, en 2002, 2 % del PIB pero ya llegaban a 9 % para 2014.
A nivel global, un estudio del Programa de Naciones Unidas sobre el Desarrollo (UNDP) estima que 75 % de la población vive en sociedades donde la distribución del ingreso fue más desigual en 2014 que en los años 90, aunque en el mismo periodo el PIB mundial pasó de 22 a 72 billones de dólares americanos; sin embargo, si vemos los datos globales en detalle, la situación es más compleja.
En un estudio de hace un par de años, el economista Branko Milanovic de la Universidad de Harvard, demuestra que, si bien entre 1988 y 2008 el 1 % más rico del mundo ha incrementado 60% su ingreso, también la población de la parte intermedia de la distribución global del ingreso (entre los percentiles 30 y 65) ha mejorado sustancialmente su ingreso real, mientras que los más cercanos al grupo superior (entre los percentiles 80 y 95) han ganado muy poco o nada. La distribución geográfica de los que ganaron y los que perdieron explica mucho de lo que está pasando.
Los grupos que ganaron (la parte media de la distribución de ingreso) están constituidos principalmente por campesinos o trabajadores rurales de los países asiáticos, principalmente de China, que han emigrado a las ciudades para trabajar en las fábricas de la globalización. Sus ingresos monetarios han mejorado significativamente porque partían de una base muy baja, aunque sus condiciones de trabajo y derechos son hasta peores. En cambio, los perdedores han sido los trabajadores de las clases medio-bajas de EE.UU. y Europa occidental, que han padecido el outsourcing de la industria pesada y maquiladora a los países de menor costo de mano de obra y la sustitución provocada por la automatización. En el caso de Europa, después de la unión monetaria, los que han ganado son Alemania y en mucho menor medida Francia, mientras que los trabajadores de los demás países en promedio han disminuido su ingreso en la última década. Lo anterior explica las razones del éxito del discurso anti-globalización de Trump y de varios partidos europeos que quieren salir del Euro.
Más allá de los discursos «populistas» hay una tendencia natural hacia una desglobalización que empezó ya desde la crisis financiera de 2008. Según el Monitor de Comercio Mundial, el valor de las exportaciones mundiales ha aumentado menos de 1 % anual desde que alcanzó un máximo el 31 de julio de 2007. Lo mismo indica el Baltic Dry Index, que mide el comercio internacional por medio de cargos maritimos y que ha tocado en 2016 el mínimo histórico de los últimos 30 años. Las razones del estancamiento y probable futuro declive del comercio internacional son el incremento del costo de producción de la energía (que he tratado en un artículo reciente) y la correspondiente disminución del poder adquisitivo de la clase media de los países desarrollados. En consecuencia, las posibles políticas proteccionistas de la nueva administración estadounidense sólo van a favorecer una tendencia, ya en acto, hacia un mundo menos interconectado, comercialmente hablando.
Frente a esta situación cabe la pregunta si la desglobalización es realmente tan mala como la pintan el gobierno y los medios de comunicación masiva. En el caso de México, la globalización, representada esencialmente por el TLCAN, ha significado un crecimiento selectivo de ciertos sectores de la economía: la industria maquiladora y, en tiempos más recientes, la automotriz y aeronáutica, la agricultura de exportación y el turismo internacional. Entre los perdedores están principalmente los pequeños trabajadores del campo, que no han podido competir con la agricultura industrial y subsidiada de EE.UU., así como los pequeños y medianos negocios que no pueden competir con el «modelo Wal Mart». De hecho, un rasgo común de la globalización es el incremento de poder y riqueza de las grandes empresas nacionales y transnacionales a expensas de las economías locales. Otro aspecto preocupante es la dependencia a la que nos ha llevado en cuanto a alimentos y energía. México importa ahora 80 % del arroz, 36 % del maíz, -como ya es notorio- más de la mitad de la gasolina y 35 % del gas natural. Esto nos hace aún mas vulnerable a las políticas de nuestros vecinos del norte.
No hay mal que por bien no venga. Quizás la elección de Trump nos obligue a reconsiderar el modelo perseguido en las últimas tres décadas, completamente enfocado a la exportación y a la atracción de capitales extranjeros para redirigir la economía hacia las necesidades de la mayoría de la población mexicana. Hay que considerar que el aislamiento comercial no es necesariamente negativo. En los dos siglos y medio en que Japón se aisló del mundo occidental y redujo al mínimo el comercio (1603-1867, el llamado Periodo Edo), hubo paz, desarrollo de las artes y la cultura, y se desarrolló una economía altamente sustentable.