08.11.2017
Dr. Luca Ferrari
En la última década, los resultados de la investigación científica sobre el cambio climático han sido difundidos en todos lo niveles de la sociedad y de la clase política, al punto de que parece que el problema de la concentración de dióxido de carbono (CO2) es el mayor problema que enfrenta nuestra civilización. El mensaje que ha permeado en la sociedad es algo simplista y podemos resumirlo en dos puntos: a) estamos emitiendo grandes cantidades de CO2 debido al uso de combustible fósiles; b) el CO2 se acumula en la atmósfera magnificando el efecto invernadero, que produce un incremento de temperatura y cambios severos del clima. De lo anterior, sigue que es necesario disminuir las emisiones de CO2 a través del uso de energías «limpias».
En primer lugar, hay que aclarar algunos aspectos que raramente se mencionan:
El aspecto más crucial es que aunque logremos bajar la CO2, no solucionaremos otros graves problemas ambientales que derivan de la sobreexplotación de los recursos y ecosistemas del planeta. Tenemos un problema sistémico que no se puede abordar enfocándose sólo en un aspecto. El cambio climático es sólo un síntoma de una enfermedad más general: la adicción al crecimiento continuo.
Estas consideraciones son elaboradas de una manera magistral por un reciente ensayo de Richard Heinberg, que reproduzco textualmente porque no lo podría resumir de mejor forma:
«Nuestro principal problema ecológico no es el cambio climático, es el rebasamiento de los límites del planeta, del cual el calentamiento global es sólo un síntoma. Durante los últimos 150 años, enormes cantidades de energía barata, a partir de combustibles fósiles, han permitido el rápido crecimiento de la extracción de recursos, la fabricación y el consumo; y éstos, a su vez, condujeron al aumento de población, la contaminación, la pérdida de hábitat natural y, por lo tanto, de la biodiversidad. El sistema humano se expandió dramáticamente sobrepasando la capacidad de la Tierra y alteró los sistemas ecológicos de los que dependemos para nuestra supervivencia. Hasta que entendamos y abordemos este desequilibrio sistémico, el tratamiento de los síntomas (disminuir la emisiones de gases de efecto invernadero, tratar de salvar especies amenazadas y esperar alimentar a una población en crecimiento con cultivos genéticamente modificados) no es otra cosa que una serie de medidas a medias, que en última instancia están destinadas a fracasar».
La tendencia del sistema actual de continuar el crecimiento a toda costa, con soluciones tecnológicas cada más complejas, es algo que ya han experimentado otras sociedades (por ejemplo, el Imperio Romano). Como lo analiza detalladamente el antropólogo Joseph Tainter en su libro The collapse of the complex societies: en su afán de continuar con lo insostenible, las sociedades se vuelven inexorablemente más complejas, tanto del punto de vista tecnológico como organizacional (jerarquía, burocracia, etc.). Pero la complejidad cuesta energía y, además, produce retornos decrecientes en el tiempo. El resultado es el colapso y la única vía para evitarlo es un decrecimiento controlado de los consumos de energía, recursos naturales y población.