PENSAR EL ARTE
28.06.2018
Dra. Laurence Le Bouhellec
Directora Académica
Departamento de Letras, Humanidades e Historia del Arte
Universidad de las Américas Puebla
De manera general y en comparación con otros periodos de la historia de la producción artística mexicana, el periodo novohispano o la primera mitad del siglo pasado, por ejemplo, el siglo XIX no ha tenido mucha fortuna en atraer a los investigadores. Quizá sea por parecer un periodo menos homogéneo que otros; estirado, por un lado, entre el fin de la Nueva España -asociada a un sistema de producción artística fundamentado en las estructuras de determinados gremios regidos por ordenanzas- y, por el otro, el principio de un país independiente, por lo menos a nivel político, pero a nivel artístico regido por la desiderata de la Academia de San Carlos.
Abierta en el último cuarto del siglo XVIII, los estatutos de la primera academia americana de bellas artes, copiados de los de la Academia de San Fernando de Madrid (España) y, a su vez, de los de la Academia de San Lucas de Roma (Italia), impusieron desde un principio una visión bastante estrecha y conservadora de los géneros artísticos, limitando la apertura de los campos iconográficos, frenando cualquier tipo de experimentación tanto a nivel de técnicas como con nuevos materiales, e imponiendo un control sistemático sobre todo tipo de propuestas arquitectónicas para que se cumplieran los requisitos del canon neoclásico.
Al respecto, basta recordar cómo después de la muerte de Claudio Linati, el material litográfico introducido a México por el artista italiano fue embargado por el Gobierno del Estado truncando por años el trabajo de divulgación de la técnica, cuando en Europa un amplio público gozaba ya, desde décadas atrás, de las bondades del arte entrado en la época de su reproductibilidad técnica. En el caso de la fotografía, el aprovechamiento fue inmediato, en particular, por parte de los pintores de paisajes que recurrieron de manera constante a la nueva técnica con la finalidad de mejorar algunos detalles de los elementos fitomorfos a los que pretendían dar cierto realce en sus lienzos, siendo sin la menor duda, José María Velasco el más hábil y destacado de todos ellos.
Pero si bien la cátedra de pintura de paisaje inaugurada por Eugenio Landesio -procedente de la Academia de San Lucas de Roma- constituyó en su momento un pequeño paso hacia la modernidad, la sistemática implementación del principio de corrección de lo natural para transformarlo en algo bello y, por ende, estéticamente correcto, fomentó la repetitividad de las localidades y escenas aceptadas para su representación, hasta de la forma de los troncos de los árboles y las nubes. Ni hablar de la paleta de color que el pintor italiano importó consigo y que, de cierta manera, imponía una especie de filtro cromático a sus vistas del Valle de México, así como a las de sus discípulos.
Está claro que, por razones obvias, el arte de la capital era el que más cumplía con las imposiciones estéticas académicas y que en provincia, muchos artistas las ignoraron rotundamente plasmando en sus lienzos otras imágenes de México, su gente y sus costumbres; sin embargo, las técnicas utilizadas no permitieron su difusión más allá del pequeño círculo de sus consumidores locales-regionales dejando sin verdadera difusión a aquellas obras. De ahí que es verdaderamente con los artistas viajeros que se dará inicio a la construcción de un campo de identidad mexicana de resonancia internacional, al contribuir desde Europa con la impresión y divulgación de relatos de viaje ilustrados o diferentes tipos de álbumes, incorporando a la edición litografías o cromolitografías con seleccionadas vistas de su gran tour americano.
Cabe resaltar, que al abrir sus fronteras a cualquier tipo de viajero manifestando interés en conocer el país, el México independiente se abría también de facto a grandes cambios en el ámbito de la producción artística, ya que alemanes, franceses, británicos e italianos -los principales interesados en recorrer aquellas tierras americanas- llevaron consigo determinadas técnicas y materiales ignorados hasta ese preciso momento en las aulas de la Academia de San Carlos.
Dependiendo de las cualidades de cada quien, el trabajo realizado por aquellos artistas viajeros ha resultado completamente desigual, entorpecido a menudo por las dificultades encontradas a la hora de tener que aprehender una realidad otra. En este sentido, en el trabajo realizado por el anticuario y explorador francés Jean-Frédéric Waldeck quedan plasmadas las múltiples incapacidades a las cuales se tuvo que enfrentar intentando salir rápidamente de apuros, al reducir lo maya a esquemas egiptoizantes y ambientando los espacios urbanos de algunas antiguas ciudades mesoamericanas con inesperados desnudos de corte neoclásico.
De una manera completamente contrastante, destacan los metros cuadrados de acuarela realizados con inusitada minuciosidad y maestría por la británica Adela Breton, en particular, durante su estancia en el sitio de Chichén Itzá; una obra actualmente conservada por el Bristol Museum and Art Gallery de Inglaterra y que sigue siendo una imprescindible referencia para cualquier estudioso del pasado maya. Sin la menor duda, más allá de este trabajo pionero en el acercamiento y, entendimiento del arte y la arquitectura prehispánicas, el interés inmediato suscitado por la obra de los artistas viajeros lo generaron no solamente sus vistas a la grandiosidad e inmensidad de la naturaleza americana, sino también los retratos de su gente asociada de manera casi sistemática con determinadas escenas costumbristas.
Es un poco como si, finalmente, la joven nación mexicana pudiese empezar a verse a sí misma en el peculiar espejo construido por la mirada de un puño de artistas extranjeros, un ámbito de representación que los primeros litógrafos mexicanos van a reeditar muy pronto en sus propios álbumes enfatizando, en el título de uno de ellos, que esta vez se trataba de «los mexicanos pintados por si mismos»1. Definitivamente, en el caso de México, la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica mucho más que favorecer la democratización de las imágenes como tal, contribuyó directamente a la construcción de un paradigmático agenciamiento de identidad nacional.
Y si algo puede sorprender en el proceso es la velocidad con la cual, una vez iniciado, se fue imponiendo como si así hubiese sido desde hace siglos antes: la inmensidad y tremenda heterogeneidad de un país como México reducida a unas cuantas imágenes: los picos cubiertos de nieve de volcanes cerrando el horizonte con su imponente silueta, las enigmáticas construcciones de civilizaciones desconocidas perdidas en medio de la selva, una población de costumbres y vestimentas sorprendentemente exóticas vendiendo cualquier tipo de mercancías acomodadas en el piso y cargándolas a hombros como sus hijos. Al respecto, no se debe olvidar que la mayor parte de los artistas viajeros, apegados a la información publicada en los libros de Alexander von Humboldt2, arribaron a los mismos puertos, recorrieron los mismos caminos que los llevaron a las mismas ciudades, disfrutando los mismos paisajes.
Es así como en el imaginario, México se fue casi reduciendo al altiplano central con una que otra visión del Bajío, del estado de Oaxaca y de la península de Yucatán. Por otra parte, la continua participación de México en diferentes escenarios internacionales, en particular ferias y exposiciones diversas tanto en Europa como en Estados Unidos, jugó un papel determinante, al validar de cierta manera los componentes de visibilidad que la nación recién emancipada de la tutela española deseaba proyectar como propios. Un ejemplo, entre otros: el hecho de que el gobierno francés haya decidido otorgar la Legión de Honor al pintor José María Velasco influyó ciertamente en el valor aurático de sus vistas al Valle de México, expuestas con cierta regularidad en los pabellones mexicanos.
Por último, no se puede dejar de mencionar la participación directa del Gobierno del Estado, sobre todo en los años de la postrevolución, ansioso de encontrar la manera de reunir un pueblo, aunque fuera solamente de forma simbólica, que se acababa de entrematar. Es en particular, José Vasconcelos, Secretario de Educación del gobierno posrevolucionario, quien consideró fundamental el fomento artístico, entendido como mera exaltación del espíritu nacional, dejando de paso muy claro que solamente las élites intelectuales podían escoger aquellos elementos representativos de la identidad nacional mexicana. Entonces, los tipos mexicanos construidos en su momento por los artistas viajeros, parcialmente reafirmados por los artistas mexicanos en un segundo momento, se fueron transformando en estereotipos, recordando que el estereotipo tiene por naturaleza un valor hegemónico y que pretende necesariamente asignar un deber-ser a un determinado grupo social o población.
Es así, como fiestas, danzas, artesanías, música, vestimentas y hasta leyendas de ciertas regiones se fueron desviando de sus particularidades culturales para disolverse en el crisol de la identidad nacional, culminando en la pareja de una china poblana y un charro bailando el jarabe tapatío. Lo más sorprendente, quizá, es que aquellas mexicanerías, según los términos del historiador Ricardo Pérez Montfort, han resistido al cambio de siglo: basta con que un director de cine decida ambientar unas escenas de entrada de su película en México, durante los días de muertos, para que el gobierno capitalino mexicano impulse al año siguiente un festival de muertos3. No cabe la menor duda: la historia continuará.
1 El álbum se publicó en 1854.
2 El Atlas géographique et physique de la Nouvelle Espagne, publicado en 1811 en París, incluye un mapa general de México.
3 Spectre 007 de Sam Mendes se estrenó el 2 de noviembre de 2015 en México.