PENSAR EL ARTE
05.10.2020
Del paisaje a la imagen arqueológica
Dra. Laurence Le Bouhellec
Se suele considerar que la representación del paisaje es un género cuyos inicios se pueden fijar en la primera mitad del siglo XV en tierra flamenca, cuando en ciertas obras pictóricas, sagradas o no, los pintores empiezan a incorporar una ventana -conocida precisamente como «ventana flamenca»- que permite prolongar la vista del espectador hacia el exterior y fungir también, eventualmente, como fuente de luz. Para ejemplificar, me limitaré a mencionar el nombre de Robert Campin (1378-1444) y una de sus emblemáticas obras, el Tríptico de Werl (1438) conservado en el Museo del Prado, Madrid, España. Por el cuidado con el que vienen representados los diferentes elementos del exterior que enmarca la ventana, parece que el pintor haya querido realizar una segunda obra minuciosamente colocada dentro de la principal, contrastando temáticas. Tanto así que, en algún momento, aquella obra aparentemente secundaria se llegará a autonomizar abriendo, entonces, paso al género del paisaje.
Sin embargo, cabe recordar que, mucho antes de la consagración del género en las Academias de Bellas Artes, numerosos son los artistas europeos que se dejarán seducir por este tipo de acercamiento a la naturaleza, encontrando puntualmente en el trabajo de estos repertorios iconográficos una cierta libertad, negada por completo en la otra parte de su producción realizada bajo estrictos contratos. Al respeto, no puedo dejar de pensar en el centenar de acuarelas de Albrecht Dürer (1471-1528) conservadas en el Museo del Louvre, París, Francia, en las cuales el ser humano ha desaparecido por completo dejando el protagonismo al abanico de lo no humano.
Por otra parte, no debemos olvidar que, en el ámbito occidental, la imagen hecha paisaje quedará sometida durante unos largos siglos a la perspectiva artificialis, estableciendo de facto un nuevo tipo de relación entre el sujeto y el mundo como forma simbólica, tal como lo estableció Erwin Panofsky (1892-1968)1. Por último y a pesar de no poder prescindir de recursos matemáticos, el desarrollo del género del paisaje quedará sellado en una paradójica «objetivación subjetiva», en el sentido de que cada imagen seguirá siendo el resultado de un encuentro específico del artista con el pedazo de mundo-naturaleza que ha decidido representar.
En el caso particular de México, son los artistas viajeros en el siglo XIX los que van a consagrar el paisaje como motivo artístico. Claro está que, en el arte novohispano, en particular en las famosas escenas del encuentro entre Moctezuma II y Hernán Cortés, el tema imponía necesariamente la representación de algunos aspectos de la antigua Tenochtitlán como ciudad lacustre, con los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl cerrando la línea de horizonte.
A estos lineamientos se apega, por ejemplo, el trabajo realizado por Juan Correa (1645-1716) en el famoso biombo del encuentro, pieza paradigmática de la colección Fomento Cultural Banamex, México. Se puede hacer también referencia a otro biombo de finales del siglo XVII, anónimo, perteneciente a la colección del Museo Franz Mayer, que nos presenta una vista general de la «Muy Noble y Leal Ciudad de México». Sin embargo, tanto en el primer caso como en el segundo, los elementos que se podrían considerar pertenecientes al género del paisaje deben su presencia mucho más a una afirmada necesidad de ambientación de un determinado escenario histórico -reforzada puntualmente con la presencia de una cartela- que a una precisa sensibilidad por un par de volcanes o un lago rodeando una ciudad. Dicho en otros términos, no gozan de ninguna autonomía ni son dignos de admiración per se hasta la llegada de este grupo heterogéneo conformado principalmente por europeos y norteamericanos aventureros, militares, científicos, diplomáticos y, también artistas, dibujantes o fotógrafos de formación.
Si bien algunos se conformarán con ilustrar su carnet de voyage, otros se lanzarán a la aprehensión del paisaje americano sin descuidar la representación de aspectos etnográficos o costumbristas. Este capítulo de la historia de la producción artística, que resultó relativamente corto y de factura bastante desigual, es, sin embargo, altamente digno de interés, no solamente porque los artistas van a enfrentarse a su modelo y a ya no seguir algún relato a menudo fantástico salido de la literatura, sino también porque van a participar directamente en descubrimientos arqueológicos, legándonos trabajos absolutamente pioneros.
Una breve genealogía de la imagen arqueológica mexicana nos lleva al siglo XVI con el Escudo de armas de la ciudad de Cholula, un trabajo sobre basalto de pequeñas dimensiones (45,7 cm x 66 cm x 17,8 cm) perteneciente ahora al Metropolitan Museum of New York, EE.UU., que deja apreciar una de las más antiguas representaciones del famoso Tlachihualtepetl, la antigua pirámide principal de la ciudad, posteriormente coronada por el templo dedicado a Nuestra Señora de los Remedios. Un estrato posterior está integrado por las Relaciones Geográficas, fechadas entre 1578 y 1586, respuestas a cuestionarios ideados por la corona española en 1577 y en los cuales se solicitaba información sobre los territorios ocupados por los españoles en las Américas.
En algunos casos, estos documentos fueron acompañados de mapas e imágenes, por ejemplo, el mapa de Cholula en náhuatl y español de 1581. Si esta primera tanda de documentos queda en manos de una pequeña élite, dos personajes, posteriormente, van a detonar el interés por el patrimonio arqueológico mexicano beneficiándose directamente de la litografía para facilitar la reproductibilidad y circulación de sus imágenes.
El primero, Alexander von Humboldt (1769-1859) publica en 1811 en París, Francia, el Atlas Géographique et Physique du Royaume de la Nouvelle Espagne, que incluye un mapa general de México, considerado durante mucho tiempo como el mejor en su género y que muchos viajeros no dudarán en utilizar a la hora de iniciar su recorrido por tierras mexicanas. El segundo, Frederic Catherwood (1799-1864) acompañante de John Stephens (1805-1852), ilustrará sus relatos de viaje por antiguas ciudades mayas de México y Centroamérica, Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yucatan, publicado en 1841.
Conocida desde el siglo XVI, la cámara oscura fue, durante siglos, el apoyo imprescindible de todos los artistas que trabajaban con la pretensión de obtener una imagen a carácter científico sin demeritar su carácter artístico. Con ella, Frederic Catherwood logra unas imágenes impecables de los diferentes monumentos que llamaron su atención, imágenes que siguen siendo dignas de admiración hasta hoy, además de ser referentes históricos esenciales para, por ejemplo, la lectura de los glifos de las estelas de Copán, Honduras, o la comprensión de la plástica ornamental de los principales edificios de Uxmal, México. Sobra recalcar que muchos serán los artistas viajeros de tout poil que seguirán los pasos de un von Humboldt o de un Stephens y Catherwood en su aventura mexicana.
Sin embargo, no todos los artistas tuvieron la capacidad de resolver los problemas planteados por la representación de lo americano, un tema completamente desconocido. Aunque muchos son los que van a seguir ayudándose de instrumentos ópticos para asegurar conseguir una mayor fidelidad del motivo representado o simplemente poder tomar apuntes con una mayor rapidez, no todos logran resolver los desafíos planteados por la captación del espacio americano y las características propias de sus ambientes lumínicos, ni hablar de la aprehensión de la plástica prehispánica.
Al respecto, entre todas las imágenes que he tenido la oportunidad de apreciar, las que fueron realizadas por Jean-Frédéric Maximilien de Waldeck (1766-1875) son las que más me han perturbado2. Por cierto, sostenía que entre el nuevo continente y los demás, los lazos eran múltiples y, por ende, no había que sorprenderse en caso de que la iconografía prehispánica presentara abiertas similitudes con la plástica egipcia, por ejemplo. De ahí que no duda en representar algunas figuras humanas incorporadas a los mosaicos de piedra de Uxmal como si fuesen reencarnación de algún antiguo faraón.
En el otro extremo del espectro, destaca el trabajo de Adela Catherine Breton (1849-1923), que goza de un gran reconocimiento, especialmente por sus increíbles reproducciones de las pinturas de Chichén Itzá, el único registro completo que nos ha llegado. Definitivamente, sorprende la calidad del trabajo realizado, sobre todo, en un momento cuando la iconografía maya apenas se empezaba a dar a conocer y estudiar.
Ahora bien, desde aquel entonces hasta la fecha, el desarrollo de la tecnología ha implementado los recursos utilizados por los arqueólogos para el registro de todo lo que van descubriendo e investigando, apoyándose puntualmente con drones o modelos 3D. Sin embargo, si la imagen científica puede aportar la objetividad requerida, los componentes afectivos de la imagen artística le otorgan el indiscutible privilegio de poder recrear y transmitir la emoción sentida frente a determinado monumento. Dicho en otros términos, porque el arte cumple objetivos tan específicos como los de la ciencia, la imagen artística ha sobrevivido, y, probablemente, seguirá sobreviviendo a la imagen científica.
Así, es como el trabajo realizado por Fernando Aceves Humana (1969) prolonga a su manera lo iniciado por los artistas viajeros: documentar pero sin apagar la calidad artística de la obra y, mucho menos, la pasión de quien produce la imagen al momento de producirla. Definitivamente, hay en las acuarelas de las ofrendas de la gruta de Balamkú o en los dibujos de cráneos del huey tzompantli de Tenochtitlan esta intensidad que nos deja palpar el estremecimiento de quien ha tenido la capacidad de aprehender hasta la espiritualidad de los antiguos mexicanos. Entonces, a quienes siguen afirmando que el arte ha muerto, les sugiero conocer y valorar estos tipos de trabajo.
1Die Perspektive als symbolische Form (La perspectiva como forma simbólica) publicado en 1927.
2Las imágenes ilustran el libro Voyage pittoresque et archéologique dans la province
d´Yucatan pendant les années 1834 et 1836 que se publicó en París, Francia en 1838. [Viaje pintoresco y arqueológico en la provincia de Yucatán durante los años 1834 y 1836.].