E3: ENERGÍA, ECOLOGÍA, ECONOMÍA
14.07.2025
Dr. Luca Ferrari
Cuando se pregunta al público en general cuál es la fuente de energía más utilizada en México, muchos responden que es el petróleo. Esta percepción se debe, en gran parte, a la narrativa impulsada durante el sexenio anterior, que reforzó la idea de que México sigue siendo un país con amplia disponibilidad de este recurso. Otros, influenciados por el creciente enfoque mediático en las energías renovables, llegan a pensar que éstas ocupan el segundo lugar en importancia. Sin embargo, la realidad de la matriz energética mexicana es distinta: el principal energético es el gas metano, cuyo consumo no ha dejado de crecer en los últimos 30 años.
Este aumento ha sido impulsado tanto por el incremento en la generación eléctrica, como por la expansión del uso del gas en diversas ramas industriales. Según los datos más recientes disponibles, correspondientes a 2023, la oferta interna bruta de energía muestra que el gas natural aporta 53 % del total, los derivados del petróleo 32 %, las fuentes renovables 10 %, el carbón 3 % y la energía nuclear 2 % [1].
El crecimiento sostenido en el consumo de gas natural en México ha estado determinado por una serie de factores político-económicos, tanto nacionales como internacionales, desde finales del siglo pasado. Hasta el año 2000, la producción nacional de gas era prácticamente suficiente para cubrir la demanda interna; sin embargo, a partir de ese punto, el consumo comenzó a superar la producción, lo que dio lugar a un incremento sostenido en las importaciones desde EE. UU.
Este aumento en la demanda se debió principalmente al creciente uso del gas natural en la generación eléctrica. La sustitución de centrales termoeléctricas alimentadas por combustóleo y diésel por centrales de ciclo combinado, que operan con gas, representó una mejora significativa tanto en términos ambientales -el gas genera menos emisiones contaminantes-, como en términos energéticos, dado que estas centrales ofrecen una mayor eficiencia en la conversión de calor en electricidad.
No obstante, esta transición tecnológica careció de una planificación estratégica con visión de mediano y largo plazo, especialmente en lo referente a la soberanía energética. A partir de 2010, la producción nacional de gas comenzó a declinar, mientras que el consumo siguió creciendo, incluso a un ritmo superior al de la década anterior. Como resultado, las importaciones de gas se dispararon, registrando un incremento cercano a 600 % para 2022 [2].
Sumadas a las crecientes importaciones de gasolina y diésel, esta situación ha convertido a México en un importador neto de energía desde 2015. En 2023, el déficit energético alcanzó 26 %. En los últimos años, las importaciones de gas natural desde EE. UU. han representado, en promedio, 45 % del total de las importaciones energéticas del país [3].
Si bien la recuperación de la soberanía en materia de refinación ha sido un eje constante del discurso oficial durante el sexenio pasado, el proceso de gasificación del sistema eléctrico mexicano ha continuado sin interrupción a lo largo de varios gobiernos, desde las administraciones panistas y priístas hasta el actual gobierno de la llamada Cuarta Transformación. De hecho, una parte significativa de la nueva capacidad de generación eléctrica instalada por la Comisión Federal de Electricidad (CFE), bajo la dirección de Manuel Bartlett, ha consistido en centrales de ciclo combinado. Además, se prevé que de aquí a 2030, entren en operación cerca de 9 GW adicionales de capacidad basada en gas, que se sumarán a los aproximadamente 35 GW ya existentes.
Esta tendencia coloca al sistema eléctrico nacional en una situación de alta vulnerabilidad. Actualmente, 63 % de la electricidad generada en el país proviene del gas natural. Por otro lado, PEMEX consume 66 % del gas que produce para actividades como la extracción de petróleo, la refinación y la petroquímica. Esto deja disponible para generación eléctrica y procesos industriales poco más de 10 % del consumo total nacional. En otras palabras, si se excluyen los usos internos de PEMEX, México importa aproximadamente 90 % del gas que utiliza para generar electricidad y para la industria, lo que compromete seriamente la seguridad y soberanía energética del país [2].
¿Por qué, después de tres décadas y a pesar de los cambios de gobierno, se ha profundizado la dependencia de México respecto al gas importado desde EE. UU.? En gran medida, obedece a la política de integración energética y comercial de América del Norte, impulsada desde la firma del Tratado de Libre Comercio (TLCAN) en 1994 y renovada bajo el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) en 2019, ya durante el gobierno de la Cuarta Transformación.
El declive de la producción nacional coincidió con el auge de la producción estadounidense de gas de lutitas (shale gas), extraído mediante fracturación hidráulica (fracking), lo que permitió a ese país generar un excedente exportable. Las exportaciones a México y Canadá, además de permitirle a EE. UU. aliviar la presión sobre sus precios internos, fortalecieron su hegemonía energética sobre la región.
Esta creciente dependencia ha requerido, a su vez, una expansión masiva de infraestructura. La construcción de gasoductos en México ha estado en manos, en su mayoría, de empresas canadienses y estadounidenses, pero financiada casi en su totalidad por la CFE. Entre 1996 y 2010, la red de gasoductos creció en 2550 km, mientras que entre 2011 y 2022 aumentó en 6863 km [4]. En la actualidad, la red alcanza una extensión total de 19 060 km.
En virtud de contratos firmados durante el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, la CFE está obligada a comprar alrededor de 22 600 millones de pies cúbicos diarios (MMpcd) de gas a empresas estadounidenses, a pesar de que la demanda nacional apenas ronda los 8600 MMpcd. Esta diferencia entre el volumen contratado y el realmente requerido dio origen a un nuevo plan: construir terminales de licuefacción para exportar el gas excedente por vía marítima hacia Europa y Asia, donde se vende a precios cuatro o cinco veces superiores.
Actualmente, ya se encuentran en operación dos terminales de este tipo, ubicadas en Altamira, Tamaulipas, y Ensenada, Baja California. Además, hay varios proyectos adicionales en desarrollo, incluso, dentro de áreas naturales protegidas como el Golfo de California [4]. Si bien la CFE participa como socio en algunos de estos emprendimientos, la mayoría están siendo impulsados por empresas estadounidenses que buscan aprovechar el alto precio del gas natural licuado (GNL) en los mercados internacionales, ante la imposibilidad de construir terminales similares en California, debido a sus estrictas regulaciones ambientales.
La firma del TLCAN representó también el desarrollo de la industria exportadora (maquiladora) en México, principal responsable del incremento del consumo de gas. Excluyendo el consumo de PEMEX, en 2023, 22 % del gas era consumido directamente por el sector industrial y 78 % para generación eléctrica [5]. Sin embargo, la mitad del consumo eléctrico es de la mediana y grande industria. Por lo tanto, si sumamos el uso directo e indirecto (electricidad), la industria, particularmente la exportadora, es el mayor consumidor del gas.
Además de profundizar la dependencia económica y energética de México de un país cada vez menos amigable, la política de gasificación conlleva serios riesgos para la seguridad energética. EE. UU. tiene un excedente de 15 % con respecto a su consumo interno; 30 % de esta capacidad se exporta a México y 15 % a Canadá. El resto, cada vez más a Europa como gas natural licuado. Desde finales de 2023, la producción de gas shale de EE. UU. - que representa ya 83 % de la producción total - no crece.
Casi todos los principales yacimientos han alcanzado un máximo o ya están declinando. Sólo el yacimiento de las cuencas Permian, en el oeste de Texas y Nuevo México, continúa mostrando crecimiento, aunque de manera mucho más moderada en el último año. Si bien la Agencia de Información Energética de Estados Unidos (EIA) estima que la producción de gas aumentará a 42 billones de pies cúbicos diarios (Bpcd) para 2050, la Agencia Internacional de Energía (IEA) pronostica menos de la mitad con un máximo de producción en este año.
Jean Laherrere, consultor veterano de la industria petrolera, pronostica también que la producción alcanzará su pico alrededor de 2025, pero afirma disminuirá a aproximadamente 4 Bpcd en 2050 (10 % de la producción actual). Las implicaciones para México son preocupantes. Si la producción de gas shale comienza a declinar en los próximos años, podríamos enfrentar un aumento en los precios, lo cual impactaría directamente tanto en el costo de la electricidad como en el de los productos industriales de exportación. En el peor de los escenarios, podríamos atravesar periodos de escasez en el suministro, que obliguen a implementar apagones programados y a reducir el consumo energético.
A pesar de este panorama, se continúa construyendo centrales de ciclo combinado, cuya vida útil mínima es de 30 años, lo que parece una decisión poco acertada. La política transexenal de integración energética con EE. UU. y la creciente gasificación de la matriz energética nacional constituyen otro ejemplo de miopía política: decisiones tomadas con una visión de corto plazo, bajo la falsa premisa de que el futuro no nos alcanzará. Sin embargo, la era de las consecuencias se aproxima con rapidez.
[2] Ferrari, L., Flores Hernández J.R., Hernández Martínez, D. (2024). A 20 años del pico del petróleo en México: análisis del sector hidrocarburos e implicaciones para el futuro energético nacional: Revista Mexicana de Ciencias Geológicas, 41(1), 66-86, https://doi.org/10.22201/cgeo.20072902e.2024.1.1770
[4] Pérez Macias, L.F., Ferrari L., (2025). El gas natural en México: implicaciones para la política energética y la sostenibilidad. Cuaderno temático 12, PRONACES CONAHCYT, p.120.